«Yo los vi», me dije susurrando con pavor, temiendo que un volumen mayor en mi voz trajera de vuelta aquellos segundos que me habían marcado hasta el tuétano. La visión de las orbes oscuras a través del manchado espejo se me grabó a fuego en las pupilas, transmitiendo su fragor a lo más hondo de mi cerebro, y sin darme cuenta, de mi espíritu.
«Yo los vi», le dije a mi padre en una de nuestras típicas reuniones familiares de domingo. El pastel se había reducido a migajas y manchones de chocolate derretido, y la botella de vino había menguado hasta convertirse en un refractario de pequeños guijarros brillantes de luz. Él sólo se rió y continuó mirando la reposición del partido del día anterior.
«Yo los vi», le susurré a mi madre tras traerle su brillante abrigo rojo de la tintorería. Sus labios formaron los contornos de una risa, pero sus ojos empequeñecieron y se tintaron de una brumosa preocupación.
«Yo los vi», repetí de nuevo al volante. Supe que ellos intercambiaron una mirada sin siquiera apartar mi mirada de la carretera. El peso de la recurrencia de mis palabras empezaba a arrugarles la frente y a apartar los ojos en un vano intento de huir. Aún así las risas nerviosas se propagaron y llenaron el coche, pero con tan poca fuerza que no alcanzaron a escabullirse por las ventanas.
«Yo los vi», anuncié en la reunión familiar sin poder contener el fervor de mis palabras. Las conversaciones se extinguieron, y las risas nunca acudieron para suplantarlas. Supe que por fin empezaban a creerme, que mi voz comenzaba a hacer mella en sus corazas de incrédulos. O al menos eso creía yo mientras me incomodaban sus ojos de buitres y sus narices torcidas.
«Yo los vi», mi voz sonó profunda entre aquellas cuatro paredes del color de la arena. La bata blanca que envolvía el cuerpo menudo de aquél hombre ante mí no me intimidaba, me hacía hervir, temblar, y caer bajo el propio tumulto de mi cuerpo. Él asintió y esbozó una sonrisa bajo aquel bigote recortado con esmero. Vi la falsedad en su sonrisa tanto como en su vida de falacias.
«Yo los vi», grité con todo el aire que se había acumulado en mis pulmones. Desde las ventanas colindantes observé a los vecinos asomarse, con esa mirada rapaz que sólo tienen aquellos que se alimentan de la mediocridad de los demás. Me dejé empujar torpemente al interior del vehículo blanco. Mis pulmones no se volvieron a llenar.
«Yo los vi», dije, y ellos me miraron, clavando esos pozos inescrutables desde el linóleo oscurecido de la pared. Su sombra difusa era su propio cuerpo. Las paredes oscurecidas parecían alimentarle más que ocultarle o destruirle, brillando de entre todo sus ojos oscuros con ese brillo tan inusual. La iluminación que se colaba por la diminuta ventana de vidrio manchado le profería ese aura tan cautivadora que había hecho que me sumergiera en su mirada, aquella nublada madrugada de abril hacía ya seis años.
«Yo los vi», les repetía a todos los que se acercaban a mí con el temor contorsionando grotescamente sus rostros. Aunque les veía sólo una vez cada par de semanas no podía evitar acallar la verdad; mi verdad. Cuando les veía marchar por la ventana enjaulada por las ramas de metal, sentía esa mirada oscurecida clavada en mi nuca. Entonces me giraba y le sonreía a lo que tanto me afirmaban que era la nada: «Os veo».
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