El vaho que salió de sus pulmones le empañó la visión; por un instante, se dejó embelesar por las luciérnagas que danzaban en la atmósfera gélida de la calle. Las corrientes de aire juguetearon sobre sus pestañas y se arrastraron entre caricias hacia el interior de sus ropas. Sintió como cada vello de su cuerpo se erizaba, cómo si anhelara aún más besos álgidos. Cerró los ojos disfrazando el acto de un parpadeo parsimonioso. Al abrirlos, las luciérnagas habían sufrido una cruel metamorfosis: tristes amasijos de hierro y luz sucia que dejaban escurrir su luminosidad para que pintara la ciudad de aquel amarillo viscoso. Un coche pasó a toda velocidad tintando el aire con un haz de un blanco, cuya clemencia ni el tiempo pudo mantener a flote.
A sus espaldas, la persiana metálica de aquella cafetería trasnochadora cayó con pesadez en el suelo, gruñendo ante su presencia. Encogió los hombros y rebuscó en el bolsillo un cigarrillo a medias, lo colocó entre sus labios con la ternura de un amante y lo encendió con un ligero temblor en las manos. Aspiró con lentitud, saboreando su amargura, que se mezclo con los restos de café que aún paladeaba en su lengua.
El primer paso fue casi tan doloroso como el simple hecho de continuar viviendo habiéndose rendido. Uno. Dos. Poco a poco, su cuerpo se acostumbró al vaivén de su andar, acompasándolo con los brazos y la respiración. Se dejó diluir entre las calles tan amargas como su cigarrillo, hastiadas, mustias, y con esa tonalidad tan asquerosamente amarilla. Odiaba ese color tanto como se odiaba a sí mismo. Entrecerró los ojos y clavó sus pupilas dilatadas en los negocios que se apretujaban torpemente a ambos lados del asfalto, por el que la circulación de vehículos cada vez era menor. Buscaba una luz blanca, inocua, que le indicara que podía entrar y refugiarse de aquella frialdad que se había introducido de tal manera en su cuerpo, que parecía supurar de sus propios huesos. Las puertas cerradas y las persianas metálicas parecían sonreír con burla a su paso.
Acabó su recorrido en el mismo local en que cada día pasaba la noche. Era tan su costumbre que no podía más que odiarse por permitirse vagar de manera tan automática. Sin embargo, no dudo en entrar y beber algo que le calentar el alma congelada. Tiro al suelo el cigarrillo y dejó que la colilla se consumiera sola, en un acto de egoísmo por ver a algo consumirse en solitud como él, quizá. Al abrir la puerta un sofoco arrollador le aplastó y le cubrió de un sudor tan grasiento como las ventanas opacas. Un camarero le miró con indiferencia, con la apariencia tan consumida que su edad hacía tiempo que se le había olvidado. Él sencillamente caminó al cubículo del fondo, se quitó la gruesa chaqueta y se dejó caer con suavidad en el asiento con vistas más amplias a la calle. El camarero no tardó en acercarse. “Café solo, deja aquí la jarra”, le gruño antes de que el empleado pudiera preguntar nada.
Pronto se vio tocando la jarra de metal con las manos, aún sintiendo que su piel gritaba por piedad. Bebió una taza de un trago, y luego otra. A la tercera, dejó el café reposar y contempló el humo ascender lentamente. Deseó detener el tiempo y no tener que salir de allí, no tener que volver al diminuto habitáculo que le apresaba de día y le obligaba a cambiar de jaula en la noche. Porque todo derivaba de allí, de esa vida insulsa que hacía tiempo había ganado la batalla contra él. Él era como todos los muertos en vida que concurrían aquellos bares de mala muerte a horas tan intempestivas. Perdedores, fracasados, mendigos que no supieron más que pedirle limosnas a una existencia que nunca supieron dominar.
Eran las tres y media de una madrugada a principios de febrero, una hora en que el horizonte entre el día y la noche estaba tan difusa como el azúcar en el café, o como el humo de un cigarrillo a medias, consumido hasta el filtro por el mismo aire que alguna vez le oxigenó la existencia.
A sus espaldas, la persiana metálica de aquella cafetería trasnochadora cayó con pesadez en el suelo, gruñendo ante su presencia. Encogió los hombros y rebuscó en el bolsillo un cigarrillo a medias, lo colocó entre sus labios con la ternura de un amante y lo encendió con un ligero temblor en las manos. Aspiró con lentitud, saboreando su amargura, que se mezclo con los restos de café que aún paladeaba en su lengua.
El primer paso fue casi tan doloroso como el simple hecho de continuar viviendo habiéndose rendido. Uno. Dos. Poco a poco, su cuerpo se acostumbró al vaivén de su andar, acompasándolo con los brazos y la respiración. Se dejó diluir entre las calles tan amargas como su cigarrillo, hastiadas, mustias, y con esa tonalidad tan asquerosamente amarilla. Odiaba ese color tanto como se odiaba a sí mismo. Entrecerró los ojos y clavó sus pupilas dilatadas en los negocios que se apretujaban torpemente a ambos lados del asfalto, por el que la circulación de vehículos cada vez era menor. Buscaba una luz blanca, inocua, que le indicara que podía entrar y refugiarse de aquella frialdad que se había introducido de tal manera en su cuerpo, que parecía supurar de sus propios huesos. Las puertas cerradas y las persianas metálicas parecían sonreír con burla a su paso.
Acabó su recorrido en el mismo local en que cada día pasaba la noche. Era tan su costumbre que no podía más que odiarse por permitirse vagar de manera tan automática. Sin embargo, no dudo en entrar y beber algo que le calentar el alma congelada. Tiro al suelo el cigarrillo y dejó que la colilla se consumiera sola, en un acto de egoísmo por ver a algo consumirse en solitud como él, quizá. Al abrir la puerta un sofoco arrollador le aplastó y le cubrió de un sudor tan grasiento como las ventanas opacas. Un camarero le miró con indiferencia, con la apariencia tan consumida que su edad hacía tiempo que se le había olvidado. Él sencillamente caminó al cubículo del fondo, se quitó la gruesa chaqueta y se dejó caer con suavidad en el asiento con vistas más amplias a la calle. El camarero no tardó en acercarse. “Café solo, deja aquí la jarra”, le gruño antes de que el empleado pudiera preguntar nada.
Pronto se vio tocando la jarra de metal con las manos, aún sintiendo que su piel gritaba por piedad. Bebió una taza de un trago, y luego otra. A la tercera, dejó el café reposar y contempló el humo ascender lentamente. Deseó detener el tiempo y no tener que salir de allí, no tener que volver al diminuto habitáculo que le apresaba de día y le obligaba a cambiar de jaula en la noche. Porque todo derivaba de allí, de esa vida insulsa que hacía tiempo había ganado la batalla contra él. Él era como todos los muertos en vida que concurrían aquellos bares de mala muerte a horas tan intempestivas. Perdedores, fracasados, mendigos que no supieron más que pedirle limosnas a una existencia que nunca supieron dominar.
Eran las tres y media de una madrugada a principios de febrero, una hora en que el horizonte entre el día y la noche estaba tan difusa como el azúcar en el café, o como el humo de un cigarrillo a medias, consumido hasta el filtro por el mismo aire que alguna vez le oxigenó la existencia.
Vaya escena más bien narrada. Me ha parecido como si la hubieses sacado de alguna novela, o alguna peli.
ResponderEliminar¡Besos!
Ay, ¡Mil gracias por tus palabras! Me has sacado una sonrisa que me aguantará toda la semana :)
EliminarJoder, para beber tres tazas de café a las tantas de la madrugada ya quería no planchar la oreja xD
ResponderEliminarEn fin, me ha gustado el texto. Le da un toque muy Big Sleep mezclado con personaje-desgraciado que me ha gustado :3
No, no, de dormir nada, antes morir de falta de sueño.
EliminarMe alegra que te haya gustado :)