Su cuerpo se estremeció, como siempre le ocurría cada vez que salía de casa caminando con la estela de una excusa barata mordiéndole los talones. El bolso le golpeaba la cadera, al compás de un rítmico e inconsciente vaivén sensual que no podía evitar atraer las miradas de más de uno. Pero eso no era nada, al menos no para ella. Aquellos ojos curiosos y desconocidos que la escrutaban con una picardía y lascivia mal disimuladas no le aportaban más que la propulsión de sus pasos para llegar cuanto antes a su destino.
Necesitó un viaje de una hora y media, dos buses y muchos pasos desalentadores para por fin ver tras sus gafas oscuras la fachada desgastada del motel que la cobijaría aquella noche. Se recogió en un callejón apartado, se cambió los zapatos planos por unos tacones de infarto, cuya aguja parecía ser capaz de inyectarse en el corazón de las almas más débiles que pululaban a esas altas horas de la noche. Se colocó unos pendientes brillantes a juego con un delicado collar que sabía que pronto abandonaría su carne para remplazarla por el frío suelo de madera descorchada. Se ajustó el cabello bajo un pañuelo floreado y escondió sus lóbulos enjoyados bajo la tela áspera y gastada, así como el collar quedó cubierto por una bufanda delicada que le escondía el cuello terso. Se maquilló con rapidez y soltura, marcando sus labios con la pasión y sus ojos con el misterio.
Caminó rápidamente hasta llegar a las puertas de cristal polvoriento, que empujó con el hombro cubierto por miedo a que su fragilidad quedara expuesta en aquel nido de mártires y cobardes. El olor a serrín le atenazó las fosas nasales y pareció decidir que ese sería su nuevo hogar. Se acercó al mostrador de recepción arrugando la nariz y el entrecejo. Intercambió cuatro palabras con aquella mujer menuda y con la mirada gris de aquellos que no tienen nada más que la palidez de la rutina. No se miraron a los ojos ni se escrutaron, tal y como la etiqueta de aquel rincón abandonado de la ciudad exigía. Nadie hacía preguntas; una llave tintineó en un llavero de plástico desgastado como único interrogante.
Los escalones de madera se quejaron cuando sus tacones perforaron un nuevo agujero en la superficie desgastada y arañada. Cada paso que daba se sincronizaba con el borboteo de la sangre cálida que fluía a rítmicos compases hacia su rostro, y teñía sus mejillas de una vergüenza que podría haberla hecho sentir culpable de haberse mirado en un espejo. Subió dos pisos y se dejó llevar por el estrecho pasillo de paredes abombadas, arrastrada por los susurros y gemidos que nacían de las puertas de corcho mal camuflado. El estómago se le encogió al ver los números gemelos del llavero clavados en una de las puertas. Con las ansias controlando su cuerpo a base de temblores, abrió la puerta y dejó que las sombras que intentaban escapar de la habitación la engulleran.
Tras unos segundos en los que dejó que la oscuridad la arropara con su manto umbrío, se acercó hacia la ventana sin cortinas, donde las luces de una ciudad aletargada le guiñaban, cómplices de su aventura en aquel rincón olvidado. Dejó que la gabardina cayera a sus pies, así como las gafas que envolvió con cuidado en el pañuelo que estrangulaba su fino cuello. Su piel se erizó ante el contacto con sus dedos helados, que le recordaron a aquel a quien esperaba con tanto nerviosismo. Su respiración agitada estaba empezando a empañar la ventana, emborronando los sueños de una ciudad dormida al otro lado del cristal.
Solamente transcurrieron unos minutos, pero ella sintió el peso de las horas atosigar su cuerpo, que chirrió con el óxido de una temporalidad imaginaria al girarse. La puerta se había abierto con tanta lentitud que al principio creyó que no era sino un ronquido brusco de la urbe que descansaba en el horizonte.
Entonces toda la escena, tan eterna como unos puntos suspensivos, colapsó. Ambos cuerpos parecieron atraerse por algo aún más potente que la gravedad, y fundirse como si los átomos de ambos se combinaran sin restricciones. Se quitaron la piel y dejaron expuesto algo más que órganos y vísceras. Se dejaron saborear por el otro, sintiendo que los sentidos empezaban a quedárseles pequeños ante tanta pasión, así como las palabras, de las cuales se desprendieron con la misma rapidez con la que se dejaron atrapar por unos ojos ajenos. No había cabida en aquel pequeño habitáculo más que para las sensaciones, que crecían tanto que les desbordaban y les inundaban la mirada y los pulmones. El tiempo dejó de ser una fabricación de sus mentes: la conexión entre pasado y futuro se quebró para dejar huérfano al presente, que ocupó un lugar en la repisa por encima de ellos.
Necesitó un viaje de una hora y media, dos buses y muchos pasos desalentadores para por fin ver tras sus gafas oscuras la fachada desgastada del motel que la cobijaría aquella noche. Se recogió en un callejón apartado, se cambió los zapatos planos por unos tacones de infarto, cuya aguja parecía ser capaz de inyectarse en el corazón de las almas más débiles que pululaban a esas altas horas de la noche. Se colocó unos pendientes brillantes a juego con un delicado collar que sabía que pronto abandonaría su carne para remplazarla por el frío suelo de madera descorchada. Se ajustó el cabello bajo un pañuelo floreado y escondió sus lóbulos enjoyados bajo la tela áspera y gastada, así como el collar quedó cubierto por una bufanda delicada que le escondía el cuello terso. Se maquilló con rapidez y soltura, marcando sus labios con la pasión y sus ojos con el misterio.
Caminó rápidamente hasta llegar a las puertas de cristal polvoriento, que empujó con el hombro cubierto por miedo a que su fragilidad quedara expuesta en aquel nido de mártires y cobardes. El olor a serrín le atenazó las fosas nasales y pareció decidir que ese sería su nuevo hogar. Se acercó al mostrador de recepción arrugando la nariz y el entrecejo. Intercambió cuatro palabras con aquella mujer menuda y con la mirada gris de aquellos que no tienen nada más que la palidez de la rutina. No se miraron a los ojos ni se escrutaron, tal y como la etiqueta de aquel rincón abandonado de la ciudad exigía. Nadie hacía preguntas; una llave tintineó en un llavero de plástico desgastado como único interrogante.
Los escalones de madera se quejaron cuando sus tacones perforaron un nuevo agujero en la superficie desgastada y arañada. Cada paso que daba se sincronizaba con el borboteo de la sangre cálida que fluía a rítmicos compases hacia su rostro, y teñía sus mejillas de una vergüenza que podría haberla hecho sentir culpable de haberse mirado en un espejo. Subió dos pisos y se dejó llevar por el estrecho pasillo de paredes abombadas, arrastrada por los susurros y gemidos que nacían de las puertas de corcho mal camuflado. El estómago se le encogió al ver los números gemelos del llavero clavados en una de las puertas. Con las ansias controlando su cuerpo a base de temblores, abrió la puerta y dejó que las sombras que intentaban escapar de la habitación la engulleran.
Tras unos segundos en los que dejó que la oscuridad la arropara con su manto umbrío, se acercó hacia la ventana sin cortinas, donde las luces de una ciudad aletargada le guiñaban, cómplices de su aventura en aquel rincón olvidado. Dejó que la gabardina cayera a sus pies, así como las gafas que envolvió con cuidado en el pañuelo que estrangulaba su fino cuello. Su piel se erizó ante el contacto con sus dedos helados, que le recordaron a aquel a quien esperaba con tanto nerviosismo. Su respiración agitada estaba empezando a empañar la ventana, emborronando los sueños de una ciudad dormida al otro lado del cristal.
Solamente transcurrieron unos minutos, pero ella sintió el peso de las horas atosigar su cuerpo, que chirrió con el óxido de una temporalidad imaginaria al girarse. La puerta se había abierto con tanta lentitud que al principio creyó que no era sino un ronquido brusco de la urbe que descansaba en el horizonte.
Entonces toda la escena, tan eterna como unos puntos suspensivos, colapsó. Ambos cuerpos parecieron atraerse por algo aún más potente que la gravedad, y fundirse como si los átomos de ambos se combinaran sin restricciones. Se quitaron la piel y dejaron expuesto algo más que órganos y vísceras. Se dejaron saborear por el otro, sintiendo que los sentidos empezaban a quedárseles pequeños ante tanta pasión, así como las palabras, de las cuales se desprendieron con la misma rapidez con la que se dejaron atrapar por unos ojos ajenos. No había cabida en aquel pequeño habitáculo más que para las sensaciones, que crecían tanto que les desbordaban y les inundaban la mirada y los pulmones. El tiempo dejó de ser una fabricación de sus mentes: la conexión entre pasado y futuro se quebró para dejar huérfano al presente, que ocupó un lugar en la repisa por encima de ellos.
Muy buena descripción de todo. Es tan buena que casi podía verse y sentirse qué ocurría en cada momento.
ResponderEliminar¡Besos!
¡Muchas gracias por tus palabras! :)
EliminarAy, me he quedado con ganas de más xD
ResponderEliminarMuy bueno, Thought, como siempre :)
Un gran abrazo.
Me alegra saber qué te ha gustado :)
Eliminar¡Un abrazo!