El sol cálido de las tres de la tarde indicaba un mayo que se aproximaba a su cénit. Eran tiempos de risas frescas, de planes improvisados a base de sueños, del mañana y del día de después; un mes que acababa condensando el futuro en una mirada hacia el horizonte infinito. Pero sus ojos no podían obviar con pesadez al calendario que languidecía junto a la puerta de la cocina; sus ojos vidriosos eran atraídos con magnetismo hacia sus números opacos, que parecían sonreírle con burla recordándole el paso de tiempo a cuentagotas. Noviembre encabezaba sus páginas amarillentas, y a pie de página rezaba un año que se había clavado entre espinas. Cuatro números que bien podían haber sido fruto de una azarosa cruzada entre la posición de la tierra y la del sol no eran sino la coletilla que le habría de acompañar ante cada latido que vendría.
La atmósfera se mantenía flotando entre el día diez y el día once de un mes del cual no quedaba más que una estructura oxidada y desfigurada. Era el punto inicial de la rutina diaria y el punto final que marcaba el término de unas veinticuatro horas indeseadas. Números que se habían vuelto no sólo un recuerdo con un cariz de dolor punzante, sino un acompañante inapelable del cual era aún más terrible desprenderse. Un momento marcado con una tinta que sólo su mirada podía desvelar era el protagonista de todos los sucesos que se cobijaban bajo aquel techo abombado.
Los años no pesaban, porque sólo puede pesar algo que ha atravesado el presente para acumularse en el ayer. La transgresión al tiempo resulta de lo más liviana, casi insulsa para tan tremenda falacia. Por eso quien se aventuraba a visitar aquel punto irrisorio que se clavaba firme sin dejar que el paso de los días le moviera de su anclaje no lograban comprender que sucedía entre aquellas paredes, o al menos hasta que el calendario les indicaba con violencia como el pasado se había perpetrado hasta la misma espina dorsal de la casa. Entonces llegaba la incomodidad, las miradas nerviosas al reloj, las excusas y las despedidas apresuradas. Nadie desea permanecer estancado en el tiempo, por más miedo que el futuro nos cause. Nadie, excepto quizá quien habitaba allí; porque aunque su sonrisa se hubiera extinguido bajo el mismo fuego fatuo que engullera el pasado, no había sitio donde se sintiera más en paz que allí, entre esas cuatro paredes, bajo el calendario que cada día se dejaba amarillear bajo el sol que le golpeaba de pleno.
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