No sabía cómo reconocerse a sí misma después de haber atravesado la Puerta y llegar hasta ese lugar tan extraño y familiar. Ni cómo explicar esa pérdida propia, el desajuste y salida del eje tan profundo que amenazaba con descuartizar su identidad con cada suspiro. Qué decir a los ojos que la miraban, pero que no veían, porque ¿cómo ver algo que se supone que no debería existir? ¿Cómo hablar de algo tan extraordinario que se escapa al entendimiento más lógico y está tan alejado de cualquier fanatismo que no hay manera de aferrarse al sentido común? Asiente a sus preguntas, murmura sin separar los labios, un sonido plano que reverbera dentro de la cavidad de su boca y tiembla en el esternón, haciéndole cosquillas.
Fingir confusión es fácil cuando es más real de lo que le gustaría, pues se encuentra mirándose fijamente sus manos, de dedos largos y nudosos que parecen ajenos, incluso cuando responden la orden neuronal de moverse según sus designios. Nada es lo que debería ser.
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Son unos turbulentos años 30, o 40, o 50, y la acoge una familia que vive apiñada en un edificio de tres plantas, en compañía de dos familias más, amables, pero que no desean entrometerse en líos que podrían acarrearles problemas. No le hace falta preguntar sobre qué problemas son cuando es fácil ver por la ventana a la milicia pasar cada hora, los tanques que se deslizan calle abajo, y la vida silenciosa que habita fuera de las paredes que la protegen de lo que sea que esté sucediendo allí fuera. Dentro todo es calidez, alegría, risas y olor a especias y a pan recién hecho; hay niños que corren y mueven muñecos por las ventanas, gritan aventuras por las escaleras y que dejan caer jarrones que se rompen sobre la alfombra; hay música que sube por la escalera de caracol hasta el último piso y hace cantar a las abuelas que añoran el pasado. Dentro, las bombillas parecen ser el sol que el invierno del exterior y las penurias se han llevado consigo. Hay remiendos en las ropas que le prestan, los zapatos están arreglados por tercera vez, y reconoce la textura tiesa de la escasez de jabón. Cuando le preguntan si tiene a donde ir, ella niega y mira por la ventana: para ella no queda nada, y mejor quedarse en esta paz llena de actividad que salir y vivir una tragedia más. La insolencia tiene un precio que ya ha pagado.
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El descubrimiento de la Puerta iba a ser una desgracia para ella, lo supo desde el instante en que la vio ante sí y sintió que un escalofrío la impulsaba y frenaba al mismo tiempo. El instinto le decía que se alejara, que destruyera lo que tenía delante, pero el corazón la impulsaba a acercarse porque la promesa del reencuentro con la pérdida era demasiado poderosa, dolía tanto, que era imposible siquiera no preguntarse qué había detrás.
La sombra que custodiaba le hablaba en susurros, y aunque carecía de facciones y de cuerpo, en esa voz silbante reconocía la burla y el peligro sin necesidad de encontrar en la oscuridad una sonrisa que acompañara las palabras.
—Ahí están todas las almas perdidas.
—¿Todas?
Un silencio con sonrisa invisible maliciosa le respondía.
—A la entrada están las recién llegadas, para el alma que buscas debes ir más adentro, a lo profundo, escalar y escalar. Pero el tiempo es finito, y quedarte demasiado o perderte entre los pasillos será nefasto para ti.
Todo tiene un precio, eso ya lo sabía, y sus indicaciones supuraban peligro en cada letra e inflexión. Pero la sombra sabía lo mismo que ella, que la esperanza de un reencuentro es demasiado dulce como para que la amargue un peligro que podría no llegar jamás.
—Es tu elección.
—¿Me estás engañando?
—Las cosas son como son.
Tenía todas las de perder y lo sabían ambos, así como la claridad de su decisión era visible desde que intuía el tirón del alma que buscaba desde el otro lado. «Quien se une en vida queda unido más allá de ella», le susurraba, como si adivinara la presión que tenía en el pecho.
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El padre de familia fue el que se acercaba más y la empujaba a relacionarse con sus seres queridos, tratándola como de una prima extraviada que llegaba a pasar las fiestas con ellos. La instaban a salir del cuarto que ocupaba, a cocinar, a limpiar, a jugar con los niños, a tomar libros de la escueta biblioteca familiar, a escuchar la radio y a bailar con ellos después de la cena. Encajar donde no se había existido era tan fácil gracias a la noble personalidad de ese señor y a la disposición de su familia que la recibía con sonrisas y brazos abiertos. Su origen brumoso e impreciso quedaba disuelto en el ambiente de luces de candelabro, velas y electricidad que iba y venía con los cortes programados. Recibir cariño estando en unas condiciones tan precarias la hizo amar a todas esas personas como si fueran de su propia sangre, aunque aceptar su nueva vida siguiera siendo una tarea pendiente.
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Era una escalinata que parecía escalar y hundirse como si las direcciones y la gravedad no existieran, cientos de presencias, sombras y luces deformaban la realidad con su peso y se movían sin responder ninguna ley de física. La sombra sonreía, ella no lo podía ver pero estaba segura de que sucedía.
—¿Segura?
Ella asintió, las palabras sonaban casi a una despedida. Dejó de pensar en ello y comenzó a correr atravesando la puerta y encontrándose en una realidad que jamás podría explicar ni poner en palabras. Había enormes pasillos grandilocuentes, estrechos pasajes, y desvíos de la escalinata, pero ella sabía que tenía que seguir recto, aunque recto fuera escalar hacia abajo, o hacia lo profundo, envuelta en susurros y presencias que la ignoraban y se adherían a su piel como tentáculos de medusas o velos de seda. El tirón la guiaba, una calidez conocida parecía llamarla. Se apresuraba intentando no pensar que ya no recordaba como volver, o cuánto tiempo había transcurrido.
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El silencio llegó como la nieve: poco a poco, pero sin dejar de acumularse. Los rostros cetrinos de la familia empezaron a mostrar semblantes de preocupación, inquietud. La música dejó de sonar, o si lo hacía era a un volumen tan bajo que parecían susurros lastimeros. Las calles se vaciaban cada vez más deprisa, y no hacía falta que los militares patrullaran para que la gente dejara de reunirse en los portales.
—Me tengo que quedar más en casa —soltó el padre un día ante su mirada inquisitiva, tras verlo deambular, inquieto, por los pasillos de casa.
—¿Ha pasado algo?
—Bueno, quizá he dicho, he pensado, o soy, algo non grato —le sonrió encogiéndose de hombros mientras su mujer le miraba con el rostro serio, como si así las lágrimas que anegaban sus ojos pudieran desaparecer.
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Sabía que era el alma que buscaba cuando esta se arremolinó en sus brazos y sintió que lo que alguna vez se había roto dentro de ella dejaba de estarlo, aunque fuera por unos segundos. Lloró casi tanto como en la pérdida, como si el encuentro fuera tan terrible como la separación abrupta. Se abrazó entre los hilos que deformaban el espacio, y el alma se enroscó por su cuerpo, dándole la bienvenida.
Entonces hubo el estruendo de una puerta cerrarse, la certeza de que se había quedado atrapada, y que el suelo se desvanecía y, de nuevo, el corazón se le partía en mil pedazos.
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Sonaba el viento, la cocina, y los pasos nerviosos de todos los inquilinos de la casa. Decían que los militares estaban a punto de llegar, que se cernerían sobre la casa y tirarían la puerta abajo en cualquier momento. Los cerrojos no servían de nada más que para culpabilizar al inocente. Miré al padre, a ese hombre que me había dado un hogar pasajero que sonreía con los hombros caídos, la derrota plasmada en cada gesto de su cuervo.
—Creo que voy a ir un ratito al sótano, me apetece encerrarme un rato —avisó a la familia, mientras todos permanecían callados y algunos asentían. Los más pequeños no entendían como había gravedad en las aficiones de esconderse del padre, pero igualmente se aferraban a las faldas y a los pantalones de los mayores.
La miró con una sonrisa relajada que deseó grabar a fuego en su mente, mantenerla viva por siempre y sin preocupaciones, quitar la tragedia de cada poro de su piel, pero solo atinó a clavar sus ojos en él mientras descendía por las escaleras.
Se hizo un ovillo con la manta en el alféizar de la ventana, mirando como un convoy se acercaba con una lentitud casi dolorosa por el final de la avenida.
Si hubiera tenido la mirada hacia abajo, habría localizado al padre que, iluso, había aprovechado para sacar la basura y que su mujer no se arriesgara al frío del invierno. Le habría visto depositar la bolsa en el cubo del exterior y, antes de poder darse la vuelta, como un grupo de soldados que llegaban del otro de la calle lo reconocían y apresaban sin darle oportunidad siquiera de gritar, de poder dar con un último estertor de su voz suave un grito con el que despedirse de la familia que le creía a salvo.
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