Sé que estoy soñando porque al mirar mi mano cuento siete dedos. Vuelvo a contar y ahora son 6. Reconozco estos dedos como ajenos, porque son rectos, cortos, inflados; lo opuesto a mis articulaciones nudosas. Miro al frente y aprieto el número ahora desconocido de dedos en la palma, un puño pegado a un brazo, pegado a un tronco, pegado a una cabeza donde lo único que realmente es mío es mi mirada, que a ella no la pueden transformar. Es mía aunque vea desde otro cuerpo, desde fuera de él, desde la muerte, desde el infinito.
Todo transcurre con una pausa inusual, como caminar lentamente tras una siesta larga en la que pierdes la orientación —no la espacial, esa es fácil de recuperar: es tu casa y tus muebles, es tu hogar, es más bien una que te centra en tu eje, en el puesto que ocupa tu existencia en el espacio-tiempo—. No es lo habitual: cuando reconozco que sueño todo se acelera, me palpita el cuerpo y a veces la emoción es tan grande que despierto sobresaltada. Me pregunto si es que esta tranquilidad se debe a que no pretendo huir en busca de otro escenario como suele pasar si deseo abandonar una pesadilla o encontrar un argumento más emocionante. Una vez desperté porque me impactó tanto la sensación física del mundo onírico, resaltada por mi propia consciencia de dónde estaba, que caminé fascinada por el contacto del suelo y caí por una grieta que se abrió delante de mí. El sueño mismo me expulsaba sin que yo reparara en ello, como si mi emoción fuera demasiado y alterara ese micro cosmos que me escupía a la realidad como buenamente podía. Hubo una vez que me dejé caer con tanta fuerza que, al caer, atravesé todas las capas de la tierra hasta la vigilia, y en otra ocasión salté tan alto que llegué al espacio y creí morir asfixiada. La cuestión era que esto era distinto: yo y el sueño lo sabíamos.
Caminé por la calle en la que me había detenido a contar mis dedos —¿tendría ahora ocho si volvía a mirar?—con la misma velocidad y la misma energía, sintiendo que el paisaje seguía intacto, no vibraba ni se alteraba por mi recién conseguida consciencia. Se extendía ante mí como una sábana sin arrugas, y se deslizaba bajo mis pies mientras seguía con sus planes, su propia consciencia inalterada por mi reciente revelación.
Llegué a la que sabía mi casa con esa certeza onírica que todo da por verídico: un piso a la altura de la calle que se introducía en las entrañas de un edificio antiguo de piedras rectangulares y grandes, de un gris opaco y picado del paso del tiempo. Sabía eso cómo se sabe todo en los sueños: porque sí, porque esa consciencia dominante te imbuye en tu razón todo lo que necesitas saber para afrontar ese argumento que ha preparado para ti. Esa consciencia dominante que en realidad eres tú, sin serlo, porque cómo vamos a ser nosotros si no tenemos potestad sobre ello. Si realmente fuera «yo», me daría las pautas básicas sobre lo que deseo soñar cada noche, sin ninguna pesadilla. Entonces no soy «yo», ¿no?
El interior no era símil de ninguna de las casas en las que he vivido o visitado: la entrada conectaba por un pasillo corto y ancho con la sala principal, donde se enquistaba una chimenea, sillas al lado de la ventana que daba a la calle, y una mesa de madera a tablones rectangular en el centro. En una silla estaba mi abuela, en la otra mi abuelo. Ambos apenas se inmutaron por mi presencia mientras yo contemplaba la casa y sus detalles oscuros, pero que me llenaban de la calidez de saberme en casa. Había austeridad y poco color, pero también la paz que se espera de lo que se sabe tu hogar.
—Pondremos el árbol de navidad — dijo mi abuelo mientras hacía algo con las manos, leer el periódico, ponerse las gafas, o sujetar un plato, todo eso ocurría al mismo tiempo.
—Ahora lo bajo del ático.
—No, ya lo tengo —pronunció mi tío mientras entraba desde la puerta del fondo y bajaba unas escaleras de baldosas pequeñas que se diseminaban hasta llegar a la cocina.
Sabía que era él porque reconocía su cara y su voz, pero tenía ahora quizá 20 años, incluso menos.
Pitó algo en mi muñeca y contemplé la pantalla anexada a una correa, donde parpadeaba un punto rojo que ahora estaba convencida debía de seguir.
—Ahora no puedo, me tengo que ir.
Los tres me miraron, solemnes. Me pregunté si habría roto alguna de las normas del sueño y esta paz se diluiría rápidamente. Cuando confrontaba a los personajes siempre se extrañaban, como si no me reconocieran como la dueña de esa mente que fabricaba sus existencias. Quizá yo también era el sueño de alguien y si viniera a decírmelo a la cara tampoco le creería.
Esperé paciente, intentando no causar más estrés a la escena, pero sus sonrisas leves me señalaron mi error.
—De acuerdo, aquí te esperamos —dijo mi abuelo y siguió a lo suyo: bordar, limpiar con un paño y coser, todo al mismo tiempo que se alternaba cada vez que parpadeaba o fijaba la mirada en otro punto.
—Siempre estaremos aquí para ti —la profundidad en la voz de mí abuelo me causó tal impresión que no atiné a decir nada más y salí apresurada.
Era altamente probable que al volver no estuvieran, pues así de caprichosos son los sueños, que se construyen y destruyen a sí mismos sin orden aparente. Seguí el recorrido marcado por el punto rojo del mapa en mi muñeca. Era una persecución a un ente indeterminado que estaba a escasa distancia de mí pero que no reconocía ni encontraba. Quién fuera, se camuflaba a la perfección entre el gentío de las calles, esos personajes con rostros desdibujados que se creaban y destruían en unos segundos. Hubo transcurrido una buena porción del sueño cuando llegué a la boca del metro, la gente caminando apretujada y dejando únicamente el hueco en el que me encontraba sin ocupar. El sol parecía el de medio día: fulgurante, cálido, amarillo radiante. Las escaleras se introducían en la tierra y escupían cálido aliento húmedo de las entrañas de la ciudad. Había murmullos y ruido de vehículo que me envolvía.
Me detuve y contemplé la escena, el pitido en la muñeca seguía, cada vez más lejano. Contemplé esa entrada por unos instantes hasta que me decidí: di media vuelta y volví sobre mis pasos.
Esperaba despertarme o que la multitud que iba hacia el metro me empujara en la dirección en la que debía ir, pero me dejaron marchar mientras ellos seguían su ritmo. Las sombras eran más alargadas cuando me alejé de allí, caminando de nuevo por callejuelas que no reconocía pero se me antojaban cercanas, un vago recuerdo de algo que no había vivido.
Llegué a la plaza envuelta en arcos techados. En las terrazas se apiñaban algunas mesas metálicas o de plástico que eran ocupadas por gente que desayunaba. El sol era el de media mañana: pálido, claro, arañado por sombras. No había nubes a la vista. En las esquina estaba mi abuelo, que miraba hacia la vida que se despertaba en la ciudad. Sé que es domingo, al mirarle, y que no hay nada abierto más allá de establecimientos de comida. Me acerco a él y me sonríe.
—¿A dónde vas? Si está todo cerrado.
—Aunque sea quiero cambiar de escenario, mi perspectiva. Ver las cosas con otra luz.
No le dije nada pero pensé que eso era exactamente lo que necesitaba, ¿me estaba hablando a mí misma desde el sueño pero con una voz prestada?
Me aferré a su brazo y caminamos hasta casa.
Y sí, me seguían esperando.
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